El hombre quedó, tras su desobediencia a Dios, a merced del pecado. Las consecuencias de su desobediencia fueron terribles. El hombre perdió el rumbo. Quedó muy herido en toda su persona: su inteligencia, su voluntad, sus emociones y sentimientos, todo su ser fue seriamente dañado. Su sentido de la verdad, de lo justo, perfecto y santo quedó muy afectado. Ante semejante panorama, y caminando el hombre a la deriva, Dios da la ley a su pueblo, con el fin de mostrarle por dónde tiene que andar y conducirle por caminos de vida. Pablo explica en la carta a los Gálatas la finalidad de la ley:
“¿para qué la ley? Fue añadida en razón de las transgresiones hasta que llegase la descendencia, a quien iba destinada la promesa, ley que fue promulgada por los ángeles y con la intervención de un mediador” (Ga 3,19).
Dios dio a Moisés, y a través de él a su pueblo, la ley como un primer modo de aproximarse a Dios y moverse dentro de su voluntad. Pero el hombre se revela incapaz por sí mismo de cumplir toda la ley, e incurre en maldición, al violar la ley de Dios, pues dijo IEVE:
“Pero si desoyes la voz de IEVE tu Dios, y no cuidas de practicar todos sus mandamientos y sus preceptos, que yo te prescribo hoy, te sobrevendrán y te alcanzarán todas las maldiciones siguientes: Maldito serás en la ciudad y maldito en el campo. Malditas serán tu cesta y tu artesa. Maldito el fruto de tus entrañas y el fruto de tu suelo,… y maldito quien no mantenga las palabras de esta Ley, poniéndolas en práctica” (cf. Dt 28,15ss).
Y aludiendo a la anterior cita, Pablo escribe:
“Porque todos los que viven de las obras de la ley incurren en maldición. Pues dice la Escritura: Maldito todo el que no se mantenga en la práctica de todos los preceptos escritos en el libro de la Ley. Y que la ley no justifica a nadie es cosa evidente, pues el justo vivirá por la fe” (Ga 3,10-11).
Es decir, por un lado el hombre es incapaz de cumplir la totalidad de la ley. Y además, la ley, por sí misma, no salva, ni el cumplimiento de la ley justifica al hombre. Las limitaciones de la ley en orden a la salvación y justificación del hombre quedan patentes en los siguientes textos:
La ley cumplió su misión hasta Cristo: “Antes de que llegara la fe, estábamos encerrados bajo la vigilancia de la ley, en espera de la fe que debía manifestarse. De manera que la ley ha sido nuestro pedagogo hasta Cristo, para ser justificados por la fe” (Ga 3,23-24).
Pero la Ley se revela como inútil e ineficaz para perfeccionar al hombre:
“De este modo queda abrogada la ordenación precedente, por razón de su ineficacia e inutilidad, ya que la ley no llevó a la perfección, pues no era más que introducción a una esperanza mejor, (Cristo) por la cual nos acercamos a Dios” (Hb 7,18-19).
La ley no da sino el conocimiento del pecado, el conocimiento de lo que está bien y lo que está mal, pero no tiene capacidad para justificar al hombre: “Ahora bien, sabemos que cuanto dice la ley lo dice para los que están bajo la ley, para que toda boca enmudezca y el mundo entero se reconozca reo ante Dios, ya que nadie será justificado ante él por las obras de la ley, pues la ley no da sino el conocimiento del pecado” (Rm 3,20).
El único que era capaz de cumplir toda la ley es Dios mismo y así, envió a su Hijo para rescatar al ser humano que se hallaba bajo la maldición de la ley. Y así, “al llegar la Plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley” (Ga 4,4-5).
Cumpliendo toda la ley, Cristo nos liberó del poder de la ley. Su sacrificio en el madero, donde todo lo que sucedió fue asombroso, nos abrió las puertas para que por la fe en él pudiésemos recibir la vida: “Si se nos hubiera otorgado una ley capaz de vivificar, en ese caso la justicia vendría realmente de la ley. Pero de hecho, la Escritura encerró todo bajo el pecado, a fin de que la Promesa fuera otorgada a los creyentes mediante la fe en Cristo Jesús” (Gal 3,21-22).
La ley no puede perfeccionarnos, ni santificarnos, sólo es sombra de la obra de la gracia, que se concentra en el sacrificio de Cristo: “No conteniendo, en efecto, la Ley más que una sombra de los bienes futuros, no la realidad de las cosas, no puede nunca, mediante unos mismos sacrificios que se ofrecen sin cesar año tras año, dar la perfección a los que se acercan” (Hb 10,1).
Al llegar la Plenitud de los tiempos, la ley pierde su protagonismo, y el Señor, por su muerte y resurrección, nos justifica ante el Padre: "Porque el fin de la ley es Cristo, para justificación de todo creyente” (Rm 10,4). “Porque él es nuestra paz, el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos” (Ef 2,14-15). Efectivamente, como dice Pablo: “Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros” (Ga 3,13).
Todo fue consumado en el madero. El hombre quedó liberado de la maldición de la ley, y Cristo ofrecido como víctima propiciatoria en nuestro favor, de modo que el cristiano ya no está bajo la ley, sino bajo la gracia.
Amén. Gracias Jesús por liberarnos de semejante maldición.
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